Quien medita la cuestión: ¿Qué es lo que realmente sucede al morir un hombre? pregunta por mucho más que por un determinado acontecimiento puntual y fijable. Es precisamente tal cuestión, mucho más amplia, la que se hace imperiosa e ineludible cuando, con plena sinceridad, nos enfrentamos con el estremecimiento inherente a la experiencia de la muerte. La muerte de personas íntimamente ligadas con nosotros no nos permite en absoluto evitar la cuestión: Dios y el mundo. Es, en sentido más estricto, la cuestión relativa al hombre, o sea, a nosotros mismos. No se trata tanto de lo que es el hombre (No es una definición lo que se impone, ni una descripción de la naturaleza humana – tales discusiones parecerán antes bien demasiado ingenuas y poco serias al que se ha visto afectado por la muerte de un ser querido), no, lo que se impone es una respuesta a la cuestión acerca de la existencia humana y su ultimo sentido intrínseco.
San Agustín, en el cuarto libro de sus confesiones, habla de la muerte de un amigo, que vino a herirle en medio de su existencia, siendo el muchacho de 19 años. “Mi alma no podía vivir sin él” Los dos, no obstante, se habían separado últimamente casi reñidos: el amigo, estando con fiebre y sin conocimiento, había sido bautizado; parece luego que va a escapar a la enfermedad; Agustín va a verle y, Seguro del aplauso del amigo, se burla (así lo cuenta el mismo) del bautismo que aquel había recibido sin saberlo ni darse cuenta”, el enfermo, sin embargo, reprende con inesperada dureza a Agustín, el cual se queda asombrado y perplejo; lleno de turbación sigue diciendo cualquier cosa: que recobre tus fuerzas, etc., y termina su visita. La fiebre sin embargo, retorna más tarde y el amigo muere antes de que Agustín haya vuelto a verle. “Entonces se me oscureció el corazón y todo cuanto miraba no era mi muerte… lo odiaba todo… Yo mismo me había convertido para mí en un inmenso problema”, “Factus eram ipse mihi magna quaestio”. Se ha dicho con toda razón, he aquí “El nacimiento de la filosofía existencial” a raíz de la experiencia de la mente humana.[1]
Es la muerte, por tanto, un tema filosófico de índole muy esencial.
Hay incluso, desde la antigüedad hasta nuestros días, voces muy importantes que afirman: filosofar, o sea, meditar el conjunto de la existencia, no es en último término, sino reflexionar sobre la muerte, commentatio mortis (tal se lee en las Cuestiones tusculanas de Cicerón), y también: la muerte es el genio inspirador de la filosofía, sin el cual apenas se puede filosofar (Schopenhauer).
Es forzoso decir algo más sobre la formulación “Muerte e inmortalidad”. Al leer o escuchar simplemente estos dos conceptos, entrelazados en el tema del presente artículo, se les entenderá comúnmente en el sentido de que “Muerte” entraña, por decirlo así, la pregunta, e “Inmortalidad” la respuesta, respuesta ante todo del filósofo cristiano; de modo que el problema inquietante de la “Muerte” hallaría su solución en la incertidumbre de la “Inmortalidad”. Desde un principio. Sin embargo, hay que contradecir clara y energéticamente tal suposición y las perspectivas que acaso con ella pudieran abrirse: así no lo entendemos, así no podemos entenderlo, si queremos tomar en serio la doctrina cristiana o la del Sócrates Platónico, por ejemplo.
Ello no quiere decir que la “Inmortalidad del Alma” sea irreal o incomparable, claro que no, la categoría del espíritu, aún del espíritu humano, se manifiesta en su indestructibilidad. Pero con ello no se ha hecho referencia aún a la separación de la muerte, no estriba la superación de la muerte en el mero hecho de que el alma siga existiendo más allá de la descomposición del cuerpo. Tengo que citar aquí otra vez a San Agustín, en sus Sililoquios: “Si ya sabes (Así se pregunta meditando consigo mismo) que eres inmortal: ¿te contentarás con ello? He aquí la respuesta: “Será algo grande, pero para mí es demasiado poco”.[2]
La existencia posterior del alma, como si no fuera afectada en modo alguno por la muerte: tal formulación lleva a la médula del problema. Lo que sucede al morir un hombre se llama con toda propiedad “separación de cuerpo y alma” (la formula concretada en estas palabras cuyo uso está arraigado desde hace miles de años en el lenguaje humano, es ya clásica, aun cuando no se trata si no de una tentativa de descripción que no explica nada. [3]
Si aceptamos tal característica descriptiva: entonces la interpretación de la muerte (En sentido más estricto: del morir) depende necesariamente de cómo, lo que al morir se separa, se supone vinculado anteriormente en la vida.
Si cuerpo y alma se suponen vinculados sin llegar a formar ambos una verdadera unidad óntica, si se cree que en el fondo siguen siempre dos cosos (por ejemplo el alma sirviéndose del cuerpo como de un artesano de un instrumento); o bien al alma como un navegante que al tocar tierra (al morir) deja su barco como algo que ya no necesita); o bien, si el cuerpo y el alma se conciben incluso como dos seres encerrados juntos por fuerza y casi contra la naturaleza, impidiéndose y estorbándose mutuamente; El cuerpo como cárcel del alma: es evidente que entonces la separación del cuerpo y alma, o sea el morir, ha de significar algo fundamentalmente distinto, que si la unión de cuerpo y alma se supone existente de modo que de los dos haya llegado a formarse un ser único – tal como del pedacito de plata y de la forma que lleva impresa (efigie, escudo, águila) ha llegado a formarse una moneda determinada. He aquí el concepto modelo a partir del cual se ha entendido, desde la antigüedad hasta nuestros días, la relación entre cuerpo y alma: ánima forma coporis, el alma como forma intrínseca acuñadora del cuerpo. Puede entenderse, por tanto, la unión de cuerpo y alma en el sentido de que los dos juntos forman un hombre corpóreo (no, pues: el alma como el hombre (Genuino) sirviéndose del cuerpo (Homo est anima utens corpore: de tal modo caracteriza Santo Tomas de Aquino [4] la concepción Platónica); sino: cuerpo y alma congéneres por virtud de la naturaleza de ambos; amigos recíprocos por naturaleza e interdependientes; no tan solo el cuerpo dependiente del alma, sino también el alma, para desplegar su vida, dependiente del cuerpo).
Tal opinión ha sido confirmada mil veces por la investigación empírica de la vida humana real, si se confirma siempre en ambos sentidos: en primer lugar, en el sentido de una interpretación “Materialista” del ser humano, o sea que en el hombre no existe nada “Puramente” espiritual, nada es que sea mero pensamiento, mero acto espiritual, sin ser a la vez acto sensorial y función orgánica. Y en segundo lugar, la confirmación, de parte del empirismo antropológico, de la antigua doctrina relativa a “anima forma corporis” va enderezada también en sentido inverso: o sea que dentro de la esfera humana, no existe nada “Puramente” material, “Puramente” Corpóreo, “Puramente” biológico, si no que la vida orgánica en todas sus dimensiones, incluso en lo vegetativo, se halla co-determinada, “Formada” por la actitud y la decisión del alma espiritual, si se concibe de tal modo la unión de cuerpo y alma, o sea la vinculación en virtud de la cual vivimos como seres corpóreos, ha de considerarse la muerte, la separación de cuerpo y alma, o sea la vinculación en virtud de la cual vivimos como seres corpóreos, ha de considerarse la muerte, la separación de cuerpo y alma, como un suceso que afecta todas las zonas de la existencia y no deja intacto elemento alguno de nuestra naturaleza.
Resalta aquí la impresión e incluso impropiedad del modo corriente de hablar sobre la “inmortalidad del alma”. En rigor, según la pura norma lingüística no le corresponde ni al cuerpo ni al alma morir ni morir, ser mortal ni inmortal, del mismo modo que sería una locución figurada, metafórica, decir de granito o de la gloria que son inmortales: en efecto, el granito y la gloria no son de tal índole que respecto de ellos, en el sentido estricto de la palabra, se puede hablar de morir o de no morir. Tampoco son de tal índole el alma ni el cuerpo del hombre. Tomando las palabras en su sentido estricto, no es ni el alma la que es inmortal, ni el cuerpo el que muere. El que muere es el hombre, el hombre íntegro compuesto de cuerpo y alma. Y si, con respecto al hombre se quisiese hablar de inmortalidad, en el sentido estricto de la palabra, no debería atribuirse tal inmortalidad al alma, si no al hombre entero. Y exactamente del mismo modo hablan de la inmortalidad en el Nuevo Testamento y la Teología Clásica; el concepto del “Alma Inmortal”, les es poco menos que desconocido, en tanto que del Cristo resucitado, del nombre paradisiaco, del hombre del siglo venidero, solo de ellos afirman que son inmortales.
Por lo demás, en cuanto a la expresión “Alma Inmortal” resulta bastante instructivo y sospechoso el origen de tal vocablo: trátese en efecto, en efecto, de la fórmula para “El verdadero dogma central de la Época de las Luces”[5]; proviene de la misma filosofía tranquilizadora contra la que el materialista Ludwing Feuerbach[6] Creará con razón el concepto polémico de la muerte aparente, porque esa filosofía trata de convertir el fin terrenal del hombre en un suceso ajeno al alma. Esto es, en realidad, lo que implica ante todo el concepto que tuvo la Época de las luces de la inmortalidad del alma: en primer lugar, la muerte es algo más o menos irreal, una mera transición, algo que el fondo no atañe al hombre espiritual; y en segundo lugar, la vida después de la muerte es un “pervivir” del alma, un seguir existiendo en el sentido más estricto, una vida mejor por cuanto el alma (cito al filósofo alemán de la época de las Luces Reimarus[7]. “se ve elevada desde una vida sensitiva más imperfecta hasta una vida espiritual perenne y más perfecta”, que ya no está supeditada por el cuerpo. Si al escuchar esto nos viene Platón a la memoria. Se trata de un éxito de aquella filosofía de la Época de las luces y su falsa interpretación platónica, por no decir: su tergiversación de Platón. Es una expresión dura – temo, sin embargo, que sea difícil de calificar de otra manera el ·Phädon oder über die Unsohn. Tal libro del año 1767, uno de los libros de mayor éxito dentro de la filosofía alemana de la Época de las Luces, es, por lo demás un libro curioso: en gran parte no es sino una traducción del diálogo platónico “Fedon”, sin que el lector logre darse cuenta de cual pasaje es traducción literal y cual texto propio de Mendelssohn; es cierto que Mendelssohn dice expresamente en el prefacio que ha “procurado arreglar las pruebas metafísicas conforme al gusto de nuestra época”; tales divergencias sin embargo, no resultan de ningún modo reconocibles; al cotejar el “Phädon” de Mendelssohn con el Fedón platónico se revela como quedó suprimido precisamente lo decisivo de la doctrina platónica. No es, posible de ningún modo enterarse por el texto de Mendelssohn de que Platón ha renunciado expresamente a cualquier especulación racional acerca de la vida del alma después de la muerte, remitiéndose de ello únicamente al mito, el cual se caracteriza, desde luego, fundamental de no ser Platón su autor; a un autor desprevenido del “Phädon” mendelssohniano le es absolutamente ver cómo, según la opinión de Platón, el solo hecho que el alma siga existiendo dista mucho de ser deseable; que, por el contrario, al decir de Sócrates, la inmortalidad es algo terrible para quien no quiere lo bueno; y que, por tanto, el objeto de la esperanza humana, en cuanto a la vida después de la muerte, es algo totalmente distinto, algo que trasciende el solo hecho de seguir existiendo. Ha quedado totalmente suprimida en la obra de Mendelssohn la doctrina platónica bien definida de que este y el “otro” mundo no se hallan divididos tan solo por la muerte en la que se separan cuerpo y alma, sino además por el juicio final etc. Por supuesto, no nos interesan aquí los detalles. Importa únicamente el hecho de que esta falsa interpretación de Platón, tan ampliadamente vulgarizada a través de la filosofía popular y por medio de la poesía, sigue surtiendo sus efectos hasta el día de hoy; de modo que el concepto de inmortalidad propio de la Época de las Luces es considerado como idéntico del concepto platónico; de ahí que Platón parezca incompatible – en cuanto a este punto - muy erradamente – con la idea cristiana de la muerte, de la indestructibilidad del alma y de la vida después de la muerte.
Vuelvo a lo antes: quien entiende al hombre concreto como un ser corpóreo por naturaleza (“Por Naturaleza” siempre quiere decir, para el cristiano, por obra y gracia de la creación) no puede concebir ni interpretar la indestructibilidad del alma en el sentido de que en esta parte de nosotros mismos “Siga Viviendo” y “Siga Existiendo” simplemente (simplemente equivale a decir que la muerte no ha alcanzado ni a afectado al alma). Ya no es posible, me parece, tal ilusoria “superación de la muerte”[8], Si tomamos en serio los resultados obtenidos por la investigación empírica de la vida humana; ya no podemos aceptar tal concepción. Antes bien podría parecernos plausible la interpretación materialista, es también por su puesto, una simplificación ilícita. Hay que unir dos cosas (y en el ello reside siempre la dificultad): de concebirse que el hombre entero, con cuerpo y alma, se vea afectado y atacado por la muerte, y qué, por otra parte, el alma queda, con todo, intacta en su ser.
El hombre íntegro es afectado por la muerte, y esto se llama, ante todo, “Fin”: si la conexión de cuerpo y alma forma la existencia del hombre vivo, la muerte eo ipso el fin de tal unidad. Pues. Con la separación de cuerpo y alma, no se desunen simplemente dos cosas, (el navegante abandona el barco); sino que este ser que es el “Hombre”, que no sólo vive, sino cuya existencia estriba en la unión de cuerpo y alma, deja ser, Pues, un hombre muerto no es, en rigor, un hombre, he aquí que el lenguaje llega, en efecto, al límite de su facultad denominativa. Solemos decir: el muerto; pero ¿Quién es el muerto? ¿El cuerpo exánime, el cadáver? “¿cómo debemos enterrarte a ti?” pregunta en la hora suprema (diálogo Platónico “Fedón”) el hombre práctico Critón al Sócrates moribundo. Es conocida la respuesta socrática: “Hacedlo todo como os parezca bien si es que lográis cogerme a “mí” y no me he escapado “yo” de vosotros”, respuesta acertadísima, en todo caso en un punto: lo que se entierra no es Sócrates. En uno de los comentarios Aristotélicos [9] de Santo Tomás hállase una formulación muchos más radical aún: después de la muerte no solo desaparecería el ser viviente corpóreo mismo, sino que incluso de los miembros del cuerpo habría que hablar también en un sentido semejante: carne y huesos. Esto quizá se pueda decir todavía, pero de una “mano” ya no sería posible hablar con propiedad después de la muerte; solo una mano animada, o sea viva, es, en sentido estricto, una mano, he aquí un lenguaje duro, casi brutal; pero Santo Tomas no hace más que formular la consecuencia ineludible del hecho de que el hombre exista en virtud de la unión de cuerpo y alma y que lo que conserva su ser después de la muerte, sea lo que quiera, no puede ser llamado “hombre” con justo título.
Con todo, al morir un hombre ocurre al mismo tiempo otra cosa que equivale a “fin”, en un sentido mucho más intenso que este suceso natural de la separación de cuerpo y alma. Hay que calificar, en efecto, de fenómeno natural tal disyunción de cuerpo y alma: pues aun la muerte sufrida y causada voluntariamente – la del mártir o la del suicida por ejemplo – no es la de tal índole que la separación de cuerpo y alma sea efectuada (“Causada” quizá, pero no efectuada) de un modo inmediato por el hombre mismo, no somos nosotros quienes decretamos tal separación sí que aún “Dándonos muerte a nosotros mismo” (cómo suele decirse), ella se nos impone, nos sobrecoge como un acontecimiento objetivo, externo. Junto con este suceso objetivo, sin embargo, implica morir al mismo tiempo un elemento subjetivo; y también tal elemento subjetivo significa “fin”, fin en un sentido todavía mucho más definitivo que el de la separación de cuerpo y alma, Cabe decir también: en la muerte “Hay” hay fin, pero también el hombre mismo, en persona, es decir, en cuanto ser no solo capaz de una decisión y llamado a tomarla, si no incapaz de evitarlo el hombre mismo “pone” fin; no como si el morir dependiera de él; ha de morir, y la separación de cuerpo y alma, la cual no puede ni decretar ni impedir, le sobreviene como un suceso natural; y, en su calidad de “ser natural” se opone con toda la angustia de la criatura humana, con todo el dinamismo salvaje de su instinto vital, a tal violencia, Sin embargo, en medio de tal oposición, o quizá en su último instante (al hacerse definitivamente evidente su fracaso) el hombre se ve llamado e incluso obligado a tomar una decisión, o sea, a realizar un acto libre. Cuando agonizante se encontrase el hombre en la situación de no poder sino “realizar” la muerte propia por medio de una decisión libre, tomando él mismo una disposición total, o en tal sentido, por primera y única vez en su vida se ve llamado a ello e incluso capacitado para ello de modo que ha podido decirse con razón: el acto supremo de la vida terrenal sería el que pone fin.[10]
Importa ver cómo necesidad y libertad van entrelazándose aquí. Quien omite uno de los dos elementos, el elemento de la obligación externa, o el elemento de la decisión totalmente libre, tergiversa los hechos. En la concepción heideggeriana de la muerte en cuanto posibilidad propia mía, o de la “libertada hacia la muerte”, me parece demasiado encubierto, por ejemplo, el elemento de la necesidad, de la entrega pasiva, de suerte que, a mi modo de ver, tiene razón J. P. Sartre al aducir el argumento siguiente (contra Heidegger): la muerte es un hecho, un mero suceso objetivo, “el cual está por principio fuera de mi alcance”, un pur fait, comme la naissance: del mismo modo que el nacimiento, la muerte deja de ser “posibilidad mía”.[11]
Tiene razón Sartre, me parece, contra Heidegger; pero, al considerar el problema en su totalidad, tuerce él a su vez los hechos: la muerte no es un “Mero” que nos sale al encuentro y nos sobrecoge.
Tal aspecto relativo a la libertad y decisión inherente a la muerte (en sentido más estricto: al morir) queda precisado en la concepción más tradicional del fin del status viatoris. No me agrada hacer uso de la denominación tradicional del “Peregrinaje”. No hay que dejarse ocultar ni estropear la verdad intrínseca de tal concepción por disonantes significados secundarios. Pues no se trata de nada sensible ni sentimental; ni se trata tampoco de nada específicamente “religioso”, ni algo así como de un postulado ético (en el sentido de que habría que progresar, perfeccionarse, etc. Por muy buenas que sean, desde luego, tales pautas). El status viatoris y su fin, quiere decir lo siguiente: En tanto existe el hombre corpóreo, hállase, quiéralo o no, en camino: puede detenerse, hacer rodeos, retroceder (en cierto sentido), desviarse; puede progresar así mismo en la dirección verdadera y justa, tiene un sinnúmero de posibilidades; sólo hay una posibilidad fuera de su alcance: la de no estar en “camino”, in via. Hay un momento en que termina tal estado de “caminante”, es decir, a partir de aquel momento ya no existe la posibilidad de seguir caminando, de detenerse, de desviarse, desviarse y hacer rodeos; desde aquel momento ya no se halla “en camino” el hombre; es el momento de la muerte: morir quiere decir poner fin al camino e incluso al mismo estado interior del caminar. Es tal fin, por consiguiente, un acto realizado en el mismo centro de la facultad decisiva del hombre, en la médula de la persona.
La teología suele citar a propósito de ello el texto siguiente de la Sagrada Escritura (Eclesiástico 11, 3): “Al caer el árbol, queda tendido donde ha caído” Empero, hay que apartar enseguida la idea del azar que tal metáfora parece insinuar, por muy súbita e inesperadamente, que venga la muerte como suceso externo y manera de un sobresalto, la decisión a la que me veo llamado y obligado, posiblemente de un momento a otro, esta decisión libre, que atañe al conjunto de mi vida, es la que da el último paso en el camino. Pese a todas las apariencias, mucho induce a pensar que esta última decisión no queda restringida en su libertad por premura alguna. Sabemos que es posible soñar. En un pequeño instante con un suceso transcurrido a lo largo de los años, y que la realización de un acto espiritual (el de la inclinación amante, por ejemplo) requiere en el fondo último de la conciencia un lapso mínimo de tiempo, sabido es así mismo que hombres salvados de una muerte inminente, en el último instante antes de extinguirse su conciencia, han visto desarrollarse ante sus ojos con plena claridad su vida entera, con todos los detalles olvidados desde hacía tiempo lo cual ha de entenderse, creo, como una orden, cuando menos como la posibilidad, de una valoración total de esta misma vida, a la luz ahora, de una norma suprema, definitiva; eso mismo, sin embargo sería aquel último paso en el camino en virtud del cual el hombre adquiere su <<Constitución Definitiva>>. Sería perfectamente posible concebir este acto respectivo como un suspiro completamente inarticulado, no percibido por nadie, quizá oculto incluso a la propia conciencia reflexiva de la conversio ad Deum, de la conversión hacia el fondo último del ser (eventualmente también, de la aversio).
La doctrina relativa a la muerte como un fin del status viatoris expresa, por tanto, que toda vida humana marcha y llega a su fin sin “cesar” simplemente en un momento dado. Expresa que no hay un morir por mucho que “sobrevenga” al hombre desde fuera como un suceso de la naturaleza que se amera ruptura de las funciones vitales. Es siempre al morir al mismo tiempo un acto interior que pone fin expresamente a la existencia, es acabamiento y confirmación, realización del conjunto de la vida, remate y desenlace. Expresa, ante todo, que, en sentido estricto no hay muerte inoportuna ni prematura siquiera.
La afirmación de Sartre[12] de que la muerte no podría tener el carácter de un “acorde final” por el mero hecho de depender su hora de azar, (“debería comparársenos como un condenado a muerte, que se prepara con valentía para el postrer camino, poniendo todo cuidando en hacer buena figura en el patíbulo, y entre tanto se ve arrebatado por la epidemia de la gripe”), con ser una formulación graciosa y, por lo demás, perfectamente certera respecto de la actitud esforzada de una estoica “Preparación para la muerte”, no acierta, sin embargo, con el verdadero estado de cosas, y cuando Sartre habla del joven autor que promete ser un gran escritor, pero muere “prematuramente”, hay que decir que Sartre no a en modo alguno llegado a ver el camino de cuyo término se habla aquí; no parece haber percibido en absoluto el punto de expectativa interior hacia el cual tiende y va proyectada la auto realización humana.
En la discusión acerca de la pena capital se ha dicho ocasionalmente que la ejecución privaría al hombre de su “muerte propia”.
No creo que esto sea un argumento contra la pena de muerte; además no es exacto en sí. De existir algo parecido a la privación de la muerte propia, había que pensar más bien el engaño, efectuado con todos los medios, (desde la sugestión hasta la droga estimulante) y costeado por el mismo agonizante, en ciertas clínicas de las capitales cosmopolitas, tal como lo he leído en los Estados Unidos; en comparación con aquellos engañados (quienes, por cierto, pese a todo, no pueden quedar eximidos o privados de la última decisión propia), en comparación con ellos, se ha dicho, hallaríase en situación aventajada el ajusticiado.
Repito: Forma parte de las indestructibles certidumbres existenciales del hombre el que la muerte, más allá del suceso natural de la separación de cuerpo y alma, es “fin” en un sentido incomparablemente más intenso: término del camino interior, realizado en una decisión libre y definitiva, concerniente al conjunto de la existencia.
Tal concepción relativa al fin del status viatoris implica a la vez otro elemento completamente distinto: la dirección hacia el futuro. El acto debidamente ordenador del “acabar” no apunta tan sólo ni en primer lugar al pasado. Esto puede valer ya respecto del orden exterior: herencia, el hijo como sucesor. Pero todavía más intensamente tiende hacia el porvenir el acto ordenador interior, en virtud del cual se dispone de la existencia en conjunto. Morir, es cierto, quiere decir “fin del camino”, “acabar de recorrer”. Pero sería, por su puesto, contrario al sentido de tal concepción pensar que lo importante es dejar de “Caminar” y de “recorrer” en aquel momento. La esperanza entrañada en la misma concepción de la existencia como camino, no apunta, claro está, al mero cesar del peregrinaje, si no a la llegada a la meta. Aún cuando el concepto de “fin del status viatoris” tiene en un sentido sumamente intenso el carácter de término definitivo, implica, con todo, a la vez el elemento de “tránsito” y por ende, de “no fin”. Quien concibe la muerte como fin del camino interior, presupone un alma indestructible.
¿Qué significa, entonces, tal indestructibilidad del alma? En fórmula concisa quiere decir lo siguiente: no es imposible que el alma humana desaparezca simplemente de la realidad, ya sea por destrucción externa o por resolución propia a consecuencia de su decisión por la nada; si no que el alma humana y no, por cierto, decido a su propia voluntad, si no en virtud de la idiosincrasia que le fue otorgada en la creación, por tanto en virtud de su naturaleza se halla dotada de tal estabilidad e integridad que, más allá de la muerte y la descomposición del cuerpo, sigue siendo ella misma, en idéntica individualidad.
Quién pregunta por los dos argumentos susceptibles de apoyar o probar tal tesis, deberá tener presente antes, que clase de argumentos cabe esperar aquí. Es obvio que no nos hallamos en el ámbito de la experiencia inmediata; y ya se evidencia, por tanto, que no puede haber tal “prueba” a base de un simple empirismo, menos aún nos encontramos en el ámbito de lo cualitativo, lo cual significa que mediciones y cálculos no sirven para nada. Ha dicho el biólogo Adolf Portmann[13] que “nadie obtendrá de las ciencias naturales, dado su estado actual, una explicación científica respecto del origen y el destino de los seres vivos, y esto se refiere no menos a una flor o a un pájaro que a los hombres”; lo cual solo quiere decir que al biólogo “no le incumbe dar una respuesta al problema de la inmortalidad”. Más me parece tener el carácter de un argumento la afirmación siguiente de Sigmund Freud [14], (aunque el mismo Freud no le ha atribuido fuerza probatoria alguna, si bien ha insistido en que se trataba de una tesis empírica): “en el fondo nadie cree en su propia muerte o, lo que viene a ser lo mismo: en la subconsciencia cada uno de nosotros está convencido de sus propia inmortalidad”. Es difícil, me parece, que todos los hombres, en la zona subconsciente de su vida espiritual, se equivocan totalmente respecto de un hecho fundamental. Con todo, no constituye esto todavía un argumento en el sentido estricto de la palabra si es que por argumento se obtiene una prueba obtenida mediante la penetración cognoscitiva de la realidad en cuestión, o sea del alma misma. Está por decidir si hay tales argumentos respecto de la misma indestructibilidad del alma. Ahora bien, a lo largo de algunos miles de años, desde luego han venido formulándose constantemente argumentos que pretenden, por lo menos, eso. Al procurar clasificarlas, que siempre una docena precisamente de tipos distintos, todos estos argumentos, a menos que su pretensión haya de quedar aniquilada enseguida, debe resistir a la experiencia al parecer completamente irrefutable, de que con la muerte acaban todos los fenómenos vitales del hombre, incluso los espirituales. Han de hacer evidente, a partir de lo que ocurre en la realidad del alma, que no es posible que el alma sea arrastrada hasta la destrucción y disolución del cuerpo. Tal es, en efecto, la pretensión de todos aquellos argumentos ya sea su lema “simplicidad”, “inmaterialidad”, “espiritualidad”, “supratemporalidad”, del alma, o lo que fuere.
Parece claro que los hombres tienen distintas preferencias, según las cuales aceptan unos argumentos y no conceden mucha importancia a los otros. A mí me parece el más convincente el relativo a la capacidad del alma para captar la verdad. Hállase, por lo demás, tanto en los escritos de Platón como en los de San Agustín y santo Tomás. En la Summa Theologica[15] , Se lee; por ser el alma capax veritatis es a la vez imperecedera. Tal tesis es una conclusión. Por supuesto, solo sabe reconocer su validez quien ha comprendido el contenido de la premisa. En el campo de lo empírico basta, por ejemplo, comprobar la desviación de la aguja para darse cuenta del hecho decisivo, en nuestra caso, sin embargo debo saber lo que es verdad y conocimiento de la verdad; debo “ver” que este conocimiento, con necesitar profundamente de los órganos del cuerpo, es, no obstante, un proceso fundamentalmente independiente, de todas las funciones fisiológicas. Percibir esto en el fenómeno mismo y reconocerlo a la vez he aquí lo decisivo y también, según parece, lo difícil, aunque incluso aquel que los niega e impugna expresamente, lo reconoce de hecho. Nadie, en realidad, prestaría atención a un hombre que piensa que la reflexión, base del hablar humano, no es sino un proceso material, fisiológico, por muy altamente diferenciado que sea. No ignoramos que ni el pensar ni el hablar llegarían a producirse sin un cerebro capaz de funcionar etc., tal como es obvio que no llegaría nunca una noticia radiofónica, de no hallarse en buen estado el receptor y, al otro lado, el micrófono; pero, con todo, no prestaríamos atención siquiera si no estuviéramos convencidos de que hay un ser humano junto al micrófono, es decir, un ser capaz de ver la realidad, independientemente de todos los procesos técnicos y materiales (eléctricos, químicos, fisiológicos), de reconocer la verdad, un ser por cierto, también capaz de mentir y sobre todo, de equivocarse(esto último debido precisamente a impedimentos condicionados por procesos materiales y fisiológicos).
Aún quien afirma que las opiniones de los hombres se han originado en virtud de una necesidad mecánica (por ejemplo como resultado de la situación social) exceptúa una sola opinión: la tesis propia, con lo cual vuelve a confirmarse que nadie toma en serio un pensamiento humano originado por una casualidad no espiritual, es decir, que no se haya formado independientemente de todos los procesos materiales.
El argumento a favor de la indestructibilidad el alma, argumento basado en su capacidad para la verdad, es pues el siguiente: Por ser capax veritatis, por ser capaz de captar la verdad, por ser capaz de hacer algo que trasciende por principio cualquier proceso material imaginable y es independiente de él, el alma humana ha de tener un ese absolutum, es decir, un existir, independiente de la materia, del cuerpo; ha de ser necesariamente algo existente más allá de la descomposición del cuerpo.
Es verdad que en cuanto a la índole de tal pervivir; en cuanto al modo del ser del alma, del ánima separata, después de la muerte, no se sabe nada seguro. Y casi se reconoce a los grandes espíritus por el hecho de afirmar expresamente que no saben nada; se les conoce por su silencio al respecto. En la obra Platónica, como dije, no hay especulación racional alguna acerca de lo que ocurre al hombre después de la muerte. Incluso los libros sagrados de la cristiandad casi no hablan si no el “dormir”. En realidad, debería tomarse tal palabra en un sentido más estricto de lo que suele hacerse. Los durmientes, los “arrebatados” fuera del cuerpo, entran en un ámbito existencial en el cual rigen un modo nuevo, es decir, atemporal, de la duración, fuerza del alcance de nuestros relojes y mediciones del tiempo; los extasiados, los soñadores, los durmientes, son a la vez los sensibles en un sentido superior, más sensibles a la influencia de potencias desconocidas y, con todo, determinantes de lo más íntimo. En los fragmentos de Novalis [16] se dice que “un hombre muerto es un hombre elevado a un estado absoluto de misterio”. Nuestra concepción habitual del tiempo se hace inválida; el “tiempo intermedio”, o sea, el que dura desde el momento de la muerte hasta la resurrección anhelada por la fe al fin del mundo, no puede tener igual modo de duración en el periodo comprendido entre el nacimiento y la muerte. Esta es la enunciación más bien negativa que positiva; por lo demás está fuera del alcance de nuestra facultad cognoscitiva.
No carecen de importancia, sin embargo, tales conocimientos negativos; son susceptibles quizá de dar lugar a otras suposiciones francamente afirmativas, si bien posibles sólo por la fe. El que se halla penetrado, por ejemplo, de la idea de que la genuina esencia humana consiste en la acción recíproca de cuerpo y alma (no solo el cuerpo dependiente del alma, sino también el alma espiritual necesitando del cuerpo y orientada hacia él), quien entiende pues la muerte como el fin del verdadero hombre corpóreo-espiritual, no sabe por lo pronto, dar respuesta alguna al problema de cómo se puede concebir cómo “existente” y más aún como “viva” un alma “muerta”, separada del cuerpo. Tal perplejidad, que no es susceptible de ser descartada por mera especulación mental alguna, tal enmudecer, podría hacer perceptible (no comprensible, pero sí perceptible, o quizá tan sólo más perceptible), me parece, de un modo totalmente nuevo la verdad de la fe relativa a la resurrección. Ha dicho, en efecto, la teología clásica occidental: por la bienaventuranza significa al mismo tiempo la perfección, el apogeo del bienaventurado y, por cuanto el alma no posee si no en unión con el cuerpo la perfección de su naturaleza y hasta la óntica semejanza a Dios de que es susceptible[17], la indestructibilidad del alma parece postular a la vez la futura resurrección del cuerpo[18]. Es evidente que esto no ha de entenderse en el sentido de que la futura resurrección del cuerpo esperada por el cristiano, pueda llevarse a cabo por medio de alguna fuerza de la naturaleza humana. Considera el cristianismo, evidentemente, la resurrección como un suceso del todo milagroso, propio de la gracia y sobre natural en el sentido más estricto de la palabra, del cual no puede darnos noticias, y mucho menos certidumbre, investigación alguna de la esencia humana, por muy honda que sea y del cual no sabemos si no gracias a la revelación divina. Con todo, partiendo del supuesto de que esto último tiene validez absoluta, cabe decir, en cierto sentido, que la resurrección del cuerpo, de hecho, una restauración del orden natural (tal como no es posible efectuar de un modo natural la milagrosa curación de un ciego de nacimiento, aun cuando es natural que un hombre sea capaz de ver: es San Tomas de Aquino el que emplea tal analogía[19].
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Nunca, empero, aceptaría Santo Tomas la opinión de que la indestructibilidad del alma entraña ya la verdadera superación de la muerte. Pues ni siquiera la resurrección significa ya en sí la salud y la “vida eterna”; hay también tal se lee en el evangelio de San Juan (5,29), “La resurrección para la condenación”. Insiste Santo Tomás, sin embargo en la opinión de que lo existente a partir de la creación, es decir, “por naturaleza”, es condición previa de cuanto don divino puede caer en suerte a la criatura humana. Lo cual en relación con este tema, quiere decir: si no fuera indestructible el alma humana por naturaleza y a partir de la creación, no habría nada ni nadie capaz de recibir el don divino de la resurrección y la vida eterna.
¿Qué piensan los humanistas sobre la muerte? Si de una cosa podemos estar seguros, es que algún día vamos a morir, todos moriremos, a algunas personas no les gusta esta idea y no la aceptan, prefieren pensar que la muerte no es el final y, que continuaremos existiendo, quizás en otra vida aquí en la tierra o en otro lugar donde la gente es recompensada o castigada. Pero querer que algo sea cierto, no significa que lo sea. Y no hay ninguna evidencia para idea de que nuestra mente pueda sobrevivir la muerte de nuestro cuerpo. ¿Qué sentido podemos hacer de las cosas que valoramos? Amor, experiencias, comunicación, logros… el calor de la luz del sol en nuestro rostro, si dejáramos de tener un cuerpo y si la vida fuera eterna, ¿no perdería mucho de lo que le da forma, estructura, significado y propósito? Imagina que estás leyendo un libro o comiendo un delicioso pastel, estos pueden ser grandes placeres, es que en algún momento se terminan.Un libro que continúe y continúe para siempre y un pastel que nunca dejas de comer, rápidamente perdería su encanto. La muerte es una parte natural de la vida. Tiene sentido que intentemos no tener miedo a esta realidad y que en vez de eso aprendamos aceptarla. Entonces podemos enfocarnos en encontrar significado y propósito en el aquí y en el ahora, aprovechando al máximo la única vida que sabemos que tenemos y ayudando a otras personas hacer los mismo, escogiendo hacer el bien en lugar de dañar a otros, sin esperar a cambio una recompensa en algún otro lugar.
Cuando nos llegue la hora de morir, sí continuaremos viviendo en las cosas que hemos hecho y en la memoria de las personas, con quienes hemos compartido nuestra vida. Nuestro cuerpo se va a descomponer y volverá a ser parte del ciclo natural de la vida, los átomos que nos conforman ahora, regresarán a conformar otras cosas; árboles y aves, flores y mariposas. Stephen Fry
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El Diccionario de diablo de Ambrose Bierce define al Alma como concepto en una entidad espiritual que ha provocado recias controversias. Platón sostenía que las almas que en una existencia previa (anterior a Atenas) habían vislumbrado mejor la verdad eterna, encarnaban en filósofos. Platón era filósofo. Las almas que no habían contemplado esa verdad animaban los cuerpos de usurpadores y déspotas. Dionisio I, que amenazaba con decapitar al sesudo filósofo, era un usurpador y un déspota. Platón, por cierto, no fue el primero en construir un sistema filosófico que pudiera citarse contra sus enemigos; tampoco fue el último. «En lo que atañe a la naturaleza del alma» dice el renombrado autor de Diversiones Sanctorum, «nada ha sido tan debatido como el lugar que ocupa en el cuerpo. Mi propia opinión es que el alma asienta en el abdomen, y esto nos permite discernir e interpretar una verdad hasta ahora ininteligible, a saber: que el glotón es el más devoto de los hombres. De él dicen las Escrituras que «hace un dios de su estómago».
¿Cómo entonces no habría de ser piadoso, si la Divinidad lo acompaña siempre para corroborar su fe? ¿Quién podría conocer tan bien como él poder y la majestad a que sirve de santuario? Verdadera y sobriamente el alma y el estómago son una Divina Entidad; y tal fue la creencia de Promasius, quien, no obstante, erró al negarle inmortalidad. Había observado que su sustancia visible y material se corrompía con el resto del cuerpo después de la muerte, pero de su esencia inmaterial no sabía nada. Esto es lo que llamamos el Apetito, que sobrevive al naufragio y el hedor de la mortalidad, para ser recompensado o castigado en otro mundo, según lo haya exigido en éste. [20]
El apetito que groseramente ha reclamado los insalubres alimentos del mercado popular y del refectorio público, será arrojado al hambre eterna, mientras aquel que firme, pero cortésmente, insistió en comer caviar, tortuga, anchoas, paté de foi gras y otros comestibles cristianos, clavará su diente espiritual en las almas de esos manjares, por siempre jamás, y saciará su divina sed en las partes inmortales de los vinos más raros y exquisitos que se hayan escanciado aquí abajo. Tal es que por lo dicho mi fe no es religiosa ni divina, a pesar que lamento confesar que ni Su Santidad el Papa, ni su Eminencia el Arzobispo de Canterbury (a quienes imparcial y profundamente no reverencio) permiten propagar esta idea. Pero que se dice de un hombre muerto, de lo que ha concluido el trabajo de respirar; de lo que ha acabado para todo el mundo; de lo que ha llevado hasta el fin una enloquecida carrera; y de lo que al alcanzar la meta de oro, ha descubierto que era un simple agujero.
Quede interrumpida la discusión en este punto, en el umbral que separa el ámbito de la filosofía de la teología, umbral que quizá ya he traspasado un tanto, ya no me resta más que decir un pasaje del “Epílogo acientífico a los fragmentos filosóficos”[21] de Kierkegaard: “Honremos a la erudición y a quiñen sabe tratar con erudición el problema erudito de la inmortalidad. El problema de la inmortalidad no, sin embargo, un problema erudito. Es un problema de la intimidad, que el sujeto, haciéndose subjetivo, ha de plantearse a sí mismo”.
Una vez explicado de manera implícita un tema controversial…
Espero haber abordado un temo atractivo, lo que ansío de verdad es leer y conocer lo que tienen que decir los lectores sobre este tema demasiado importante y polémico, suscríbete y deja tu comentario, próximamente se editaran videos al respecto…
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[1] P.l. Landsberg: Die Erfahrung des Todes (Lucerna, 1937), pág. 53 y ss. [2] Agustín: Soliloquia, comienzo del libro II [3] Véase respecto de esto y de lo que sigue: Karl Rahner, Zur Theologie des Todes (Friburgo), 1958) [4] Summa theologica I, 75, 4 [5] C. Stange: Die Unsterblichkeit der Seele (Gütersloh, 1925), pág. 105 [6] Gedanken über Tod und Unsterblichkeit (1830). Sämtl. Werke (Leipzig, 1876). [7] Abhandlungen von den vorneehmsten Wahrheiten der natürlichen Religion. 5ª edición (Tubingen, 1782), cap. X &5 [8] H. U. von Balthasar: Der Tod im Heutigen Denken, Anima; año 11 (1956), pág. 294. [9] Comentario de Geratione et corruptione 1,15; Nº108. [10] R. Troisfontaines: Der Tod als Prufstein der liebe und Vorbedingung del Freiheit (Paderborn, 1594), pág. 59. [11] Das Sein und das Nichts ( el ser y la nada) (Hamburgo, 1952) pág. 512. [12] Ibid. Pág. 496 [13] Unsterblichkeit (Basilea, 1957), pág. 29; pág. 21. [14] Sämtliche Werke, 2ª ed. (Londres, 1941), tomo X, pág. 341 [15] I, 61, 2 ad 3. [16] Werken und Briefe (editorial Insel, Leipzing, 1942), pág. 332 [17] Quaest. Disp.. de potentia Dei 5, 10 ad 5 [18] Summa contra Gentes 4, 79 [19] Ibid. 4, 81 [20] El Diccionario de diablo de Ambrose Bierce [21] Primera parte (versión alemana), pág. 163 y ss. (Düssseldorf-Colonia 1957
El tema es interesante, lo he leído todo, me hizo reflexionar sobre que hay más allá de la muerte, felicidades siga escribiendo
una literatura interesante entre la vida y la muerte! se las recomiendo 👌🏼
Bueno el tema
Para llegar a este tipo de lecturas científicas,una persona debe tener conocimiento de filosofía, teología, materialismo, idealismo, tema donde tosoa se preguntan más allá de mauerte y de la vida, felicitaciones al escritor, por compartir estos artículos científicos
que son aportes para ciencia y el conocimiento
saludos hermano y felicidades por tus artículos